Las historias y leyendas de niños que se crían con y como animales en la Naturaleza son comunes a todas las culturas rurales: el niño que se crió entre lobos en Sierra Morena o el que lo hizo con pumas en Chile, pero siempre tienen un rasgo en común: los animales que les adoptan son mamíferos. Por eso, el caso del niño que sobrevivió 15 años en el Sáhara protegido y alimentado por una manada de avestruces es extraordinario dentro de lo excepcional.
La odisea del niño avestruz empieza un día cualquiera a principios del siglo XX en una pequeña aldea rural del interior de lo que entonces era el Sáhara Occidental, el protectorado español en el noroeste de África. Su madre lleva las riendas de un camello en un paraje desértico en el sudeste del Sáhara Occidental, cerca de la frontera con Mauritania.
En un capazo de tela, junto al pecho, acarrea al pequeño Hadara, que aún no ha cumplido un año. De pronto, algo asusta al camello, que se zafa de la mujer y escapa corriendo. Consciente de que sin la bestia no podrán volver a la jaima, la mujer deposita al bebé entre unos matorrales.
Durante la persecución del camello se desencadena una tormenta de arena. Cuando la mujer regresa no hay rastro del niño ni de las huellas; ella ni siquiera reconoce el lugar donde dejó al pequeño Hadara. Tras varios días de búsqueda, ayudada por familiares y vecinos, desiste y dan por muerto al pequeño.
Entre tanto, el niño ha buscado cobijo en un nido de avestruces. Cuando la mamá avestruz vuelve a empollar los huevos encuentra a un extraño polluelo, con boca y dientes en lugar de pico y piel rosada en lugar de plumón, pero, por ese misterioso instinto maternal común al reino animal, el ave decide proteger al cachorro de humano.
¿Cómo pudo sobrevivir en un entorno tan hostil y en tan inaudita familia el bebé? Según el escritor saharaui Bahia Awah, “la mamá avestruz alimentó a Hadara con insectos, ranas y sandías del desierto, un fruto extraordinariamente amargo que los humanos somos incapaces de digerir”.
Para sobrevivir el niño adoptó los hábitos de vida de los avestruces y su sistema digestivo se adaptó al extraño régimen al que le sometió su madre adoptiva: “Los avestruces tragan pequeñas piedras que ayudan a digerir los alimentos que provee el desierto -prosigue Bahia-.
Un día, muchos años después, cuando Hadara se reincorporó al mundo de los humanos, los habitantes del pueblo colgaron al niño-avestruz de un pozo, y empezó a vomitar centenares de piedras que alojaba en su estómago”.
Durante 14 años el niño convivió con la manada de avestruces y acabó convirtiéndose en uno de ellos. Los pastores trashumantes del desierto hablaban de una extraña criatura cubierta de pelo que corría junto a las gigantescas aves corredoras. Nadie les creía, claro, tomándoles por fabuladores o tal vez alucinados por la embriagante soledad del desierto.
Pero lejos de fabular, los pastores estaban en lo cierto: aquel ser que corría como un avestruz, se movía como un avestruz y emitía sus mismos sonidos no era uno de ellos sino un joven humano. El rumor llegó a oídos de la familia de Hadara, que hacía lustros le había dado por muerto… salvo su madre, que enseguida supo que el niño-avestruz no era otro que su hijo.
Se organizó una batida. Durante semanas, los hombres del pueblo persiguieron a la manada hasta que un día tendieron una trampa: “Hay un período del día en el que todos los animales del desierto buscan cobijo en una sombra -relata Bahia, media vida en el desierto-.
Entre 12 de la mañana y 4 de la tarde si no encuentran un árbol, los camellos se sientan en fila, cada uno buscando la sombra de su vecino”. Los avestruces de Hadara tenían su lugar de siesta en una explanada protegida por plantas espinosas. Mientras las aves y su pariente dormían, los humanos colocaron una malla vegetal en uno de los accesos de la explanada. Cuando despertó, el niño-avestruz intentó huir pero su largo cabello quedó enredado en la enramada.
Corría la década de 1910. Como sucede tradicionalmente en casos documentados de niños criados en estado salvaje, la adaptación de Hadara no fue fácil. Tardó años en aprender a hablar y a socializar con los humanos -sus captores, no lo olvidemos-, pero cuando lo logró se convirtió en un hombre de provecho. Es más, acabó siendo un notable discípulo de un prohombre del Sáhara, el sabio sufí Chej Malainin.
Se casó y tuvo dos hijos, que heredaron algunos tics que su padre aprendió en su larga convivencia con los pájaros. Abba combatió junto a uno de los hijos de Hadara en la guerra contra el invasor marroquí, en 1975: “Inopinadamente desplegaba sus brazos y los movía como si fuera un avestruz y, a veces, también emitía sus sonidos característicos”, recuerda el saharaui, afincado en España.
En los campamentos de refugiados saharauis, se cuenta la historia de Hadara como si se tratara de una leyenda. Pero su historia es tan increíble como real, como documentó el antropólogo vasco Julio Caro Baroja en su prolijo libro “Estudios saharianos”, escrito en 1955, cuando el Sáhara era aún una provincia española.
El niño-avestruz vivió como pastor trashumante hasta los 80 años. Los que le conocieron cuentan que, ya adulto, se internaba con su rebaño largas temporadas en el desierto, aunque nadie sabía cómo hacía para sobrevivir: “Los hombres no lo saben, pero la Naturaleza siempre nos brinda recursos para vivir”, respondía enigmático el hombre-avestruz.
¿Y qué fue de los avestruces? Fueron prácticamente exterminados por los soldados españoles, primero, y los marroquíes, después, que vieron en la majestuosa ave una diana perfecta para sus prácticas de tiro. La Naturaleza brinda generosamente, pero el hombre responde a balazos.
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