En clase elemental de ciencia una niña de diez años descubre por azar una molécula inexistente en la naturaleza pero viable sintéticamente, sumándose así a las intervenciones que la casualidad ha tenido en el método científico.
Sabemos bien que en la historia de la ciencia los descubrimientos a veces no son fruto de arduas investigaciones sino de azarosos golpes de suerte que de manera súbita dan lugar a inventos que después serán celebrados.
Sin embargo, este puede ser el primer caso en que dicha casualidad haya tenido como vehículo no aun especialista ampliamente adiestrado en su disciplina sino a una niña de diez años en una clase elemental de ciencia.
Kenneth Boehr se imparte su clase en una escuela de Kansas y un día en especial lo dedicó a que sus pequeños alumnos jugaran con pelotas que simulaban moléculas con las cuales formar estructuras; uno de ellos, Clara Lazen, tomó entonces cuatro de estas esferas y las reunió para formar un modelo singular, complejo, que a Boehr llamó suficientemente la atención como para tomarle una fotografía y mostrársela después a un amigo suyo, Robert Zoellner, químico en la Universidad Estatal Humboldt.
El científico catalogó la estructura como inédita pero al mismo tiempo viable, y escribió un artículo al respecto donde bautizó a la molécula como tetranitratoxicarbono (oxígeno, nitrógeno y carbono). En el artículo, por supuesto, Clara Lazen figura como coautora.
La molécula no existe en la naturaleza, por lo cual Zoellner tuvo que sintetizarla en su laboratorio.
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