martes, 17 de mayo de 2011

Todo el peso de la ley… sobre los perros

México, DF.- Le comentaron que era imposible transformar la capital novohispana en una ciudad limpia y ordenada; el virrey segundo conde de Revillagigedo, visiblemente molesto, apostó lo contrario. El trabajo, ciertamente, se antojaba titánico pero con un poco de sentido común, amplia disposición y un bando expedido el 31 de agosto de 1790, inició su higiénica cruzada.
Los canes fueron los primeros en sentir los aires reformistas que soplaban desde la España borbónica y que en la Nueva España llevó a la práctica don Vicente de Güemes Pacheco de Padilla, segundo conde de Revillagigedo. Según el bando del virrey los perros perdían su libertad de tránsito: “Con el fin de evitar los graves daños que se originan de la multitud de perros que hay a todas horas por la calle, se previene a los que tuvieran Mastines, Alanos, o cualquier otra especie de perro temible, por el grave daño que puede hacer, que no los dejen sueltos, ni lleven o permitan que anden por la ciudad y sus contornos sin frenillo seguro”.
Si el dueño dejaba suelta a su fiel mascota, recibía una multa de diez pesos por la primera vez, veinte por la segunda y treinta por la tercera, pero lo doloroso no eran las penas económicas sino la obligación de vender al perro por desobediencia civil.
Entre el gremio de los canes se comentaba algo aún más escandaloso: una parte del bando que coartaba definitivamente su libertad: “todos los que se encontraren después de la hora de la queda en las calles o plazuelas, sean de la casta que fuesen, serán muertos por los guardas, por conocerse que no tienen dueño que cuide de ellos”.
Para evitar enfermedades, el bando del virrey también contemplaba el procedimiento que debía seguirse en caso del fallecimiento de perros, gatos, mulas, caballos y “cualquiera otro animal que muriese en las casas”. Los dueños debían llevar los restos al sitio donde “se llevan las basuras del público, aplicándose diez pesos de multa al que contraviniendo ésta orden lo arroje a la calle, pues será sólo de la obligación de los carretoneros la conducción de los que maten los serenos”.
La sociedad pronto atestiguó la transformación de la ciudad de México; el virrey había logrado lo imposible, sin embargo, los dueños de los perros, en los siglos venideros, volvieron a ser indolentes con el respeto hacia los demás.

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